No parece extraño aventurar que Mons. Jesús Fernández González fuese conocedor de su destino a la diócesis de Astorga durante el tiempo de confinamiento domiciliario motivado por la covid-19. Lo cierto es que, con la perspectiva que da el tiempo, puede deducirse el estado de ánimo “complejo”, cuando menos, motivado por la reserva que imponía la noticia. Por otra parte, el temple necesario para seguir llevando a cabo las tareas encomendadas con la concreción y el empuje necesarios aunque el horizonte estuviese limitado por el tiempo.
En cualquier caso, valga este artículo de Barca de Santiago como uno de los broches redaccionales de quien fue obispo auxiliar de la Archidiócesis de Santiago y, al recibo de la presente, obispo de Astorga.
l año 2020 pasará a la historia como un año nefasto. El Covid-19 ha traído consigo aislamiento, incertidumbre, dolor y muerte. Ha congelado también múltiples actividades, entre ellas las propias de la pastoral presencial. Pero Dios no ha estado ocioso en todo este tiempo sino que ha acudido en nuestra ayuda como hábil pedagogo y buen samaritano.
La primera lección que hemos podido aprender es la de nuestra fragilidad: nadie se salva solo, todos necesitamos ser cuidados y cuidar. La cultura que nos configura mentalmente nos viene haciendo creer que somos todopoderosos, que incluso los achaques de nuestro cuerpo tienen solución gracias a las prótesis que una tecnología avanzada nos proporciona. Pero un minúsculo ser ha desvelado nuestra limitación y debilitado nuestro ego. Si el orgullo es el principal enemigo de la fe en Dios, la humildad que nace de la sensación de fragilidad nos dispone a la confianza en Él y al servicio personal dado y aceptado.
La soledad que hemos experimentado nos ha ayudado también a encontrarnos sin caretas y en profundidad con nosotros mismos, con los demás y con Dios, y nos ha centrado en lo importante más allá de las tareas cotidianas, las cosas, las estructuras… Aunque la distancia social imperada y el miedo al contagio nos mantienen a ralla, crece cada día el deseo de encontrarnos, de darnos un abrazo, de ser algo más que una comunidad espiritual.
Esta presencia activa del Espíritu de Dios -no olvidemos que es amor- se ha hecho patente en personas y gestos. La intuimos en tantos y tantos profesionales sanitarios; muchos de ellos han arriesgado y entregado su vida por los demás como un compromiso nacido de la fe en el Dios que murió por nosotros. El mismo Espíritu ha alentado también a los voluntarios de Cáritas, de Manos Unidas y de otras instituciones de Iglesia, a los padres y madres que han hecho de su familia una Iglesia doméstica, a los catequistas y educadores… Y, en fin, ha inspirado y movido a los sacerdotes que, a pesar del desgarro sufrido, han seguido cuidando al Pueblo de Dios en el servicio a los pobres, ungiendo a los enfermos, poniendo en las manos de Dios a los difuntos, acompañando a sus familiares, celebrando la Eucaristía, y realizando otras múltiples tareas pastorales.
Purificados y fortalecidos por el realismo de la fragilidad y la soledad, y animados por el espíritu samaritano de tantos hermanos, afrontamos la “desescalada” pastoral. El Programa diocesano ante la emergencia del Covid-19 elaborado por la Vicaría de Pastoral y los Colegios de Delegados y Arciprestes, con fecha 8 de mayo del presente año, nos da pistas para la acción evangelizadora en el presente y en el próximo futuro. En dicho Programa se habla de “intensificar nuestra cercanía a los pobres, a los enfermos y los tristes”. Y lo hemos de hacer, en primer lugar, acompañando con espíritu samaritano traumas, soledades, oscuridades y dolores, con frecuencia ocultos, que encontraremos sobre todo en aquellas personas que han padecido la muerte de un familiar o amigo, en muchos casos, sin haber podido acompañarle y despedirle como era su deseo. Por ello, el ministerio de la escucha y el acompañamiento en el duelo ha de ser prioritario.
Encontraremos también estos males en muchos pobres y excluidos anteriores a esta crisis que han visto aumentadas sus penalidades en el pasado y la verán mucho más aún en el futuro. E incluso los descubriremos en multitud de trabajadores en paro y de autónomos y pequeños empresarios que han visto fracasar su negocio. Ante esta situación, la labor de la parroquia, sujeto último de la acción caritativa y social, canalizada y concretada especialmente a través del servicio de los voluntarios y de los profesionales de Cáritas, se adivina esencial. Todos debemos arrimar el hombro, incluidos los jóvenes, a los que debemos animar a este compromiso, puesto que “cada gesto cuenta”.
El Programa nos plantea así mismo recuperar la vida comunitaria. Casi un mes después del 11 de mayo, día en que se reanudó el culto público, alguna parroquia se mantenía clausurada al no estar preparada y dispuesta a garantizar las medidas profilácticas necesarias, o por el miedo a los contagios. Es llegado ya el momento de ser proactivos manteniendo la cercanía afectiva y espiritual a los feligreses, informando y poniendo en marcha las medidas adecuadas para salvaguardar su salud integral, constituyendo un equipo de orden y limpieza, estableciendo horarios de atención pastoral comenzando por el centro de la Unidad pastoral y extendiéndola progresivamente hacia el resto de parroquias, adoptando un plan para las catequesis de la Iniciación cristiana y la celebración de estos sacramentos con niños y jóvenes según las orientaciones diocesanas…
Les hablaba antes de la experiencia de fragilidad humana vivida en este período. Concluyo hablándoles de la fragilidad pastoral. Estamos asistiendo a una lenta recuperación de la participación presencial en los actos religiosos, pero el Señor nos ha enseñado que su acción se prolonga más allá de los muros del templo y de la mediación del sacerdocio sacramental, y que puede y quiere hacerse presente en todos los rincones de la sociedad y del mundo gracias al apostolado laical. No tengamos miedo; puede parecer incluso que la barca se hunde, pero el Señor sigue al timón y nos guiará a buen puerto. Él nos quiere humildes, comunitarios, solidarios con los pobres y enfermos. Y desea también que, gracias a la intervención del Espíritu Santo, se alumbre una Iglesia más evangélica, sinodal y misionera; una Iglesia “hospital de campaña” que no solo sane heridas, sino que prevenga, consuele y dé esperanza.
+ Jesús,
Obispo Auxiliar de Santiago