El pasado 3 de julio, el Arzobispo de Santiago Mons. Barrio ordenaba a dos nuevos diáconos para llevar a cabo tareas pastorales en la diócesis. Cada uno ha protagonizado junto a Dios una historia de elección distinta hasta llegar a un destino común: el Sacramento del Orden. Sepamos algo más de ellos.
CARLOS MIRAMONTES SEIJAS. DE-POR-CEUTA.
A sus 24 años, ya parece haber recorrido mucho mundo. Coruñés de nacimiento, cursó sus primeros estudios con las MM. Franciscanas de la ciudad herculina. Posteriormente, hubo de mudarse a Ceuta por motivos laborales de su familia. Fue allí donde algo cambió profundamente en el alma de Carlos. Aunque en su hogar recibió la fe, el contacto con la inmigración, la cercanía de las vallas fronterizas, la cultura llena de Matices de Marruecos, convivir junto al Islam, el judaísmo o el hinduismo, junto a las comunidades judías e hindú, etc., le hicieron intuir, en plena adolescencia, que Dios podía estar preparando algo especial para él.
“En esta situación me fui acercando a la parroquia. Y también a un centro de acogida de inmigrantes que llevaban unas religiosas. Me ofrecí para dar clase de español”. Y cuando uno se involucra, no hay vuelta atrás. Carlos comenzó a prepararse para la Confirmación. El testimonio de los cristianos que veía a su alrededor le arrastraba: se interesaba por Dios, por la fe. Aquello no eran teorías, catecismo de “despacho”, sino pura vivencia, experiencia. “En Ceuta estuve sólo un año. Regresamos a Coruña. Pero yo había cambiado”.
Quiso ayudar desde el primer día en su parroquia de Sta. Eulalia de Liáns. Su párroco, D. José Carlos Alonso, percibió su inquietud; ese “toque” que supone una pista de que algo muy particular sucede en el alma. Por eso, ni corto ni perezoso le preguntó: “Oye, tú no has pensado nunca en ser sacerdote?” “Bueno, pues ahora que lo dices…”. Y el párroco le llevó a conocer San Martín Pinario, lugar en el que se preparan los futuros sacerdotes de la Diócesis de Santiago. “Siempre te queda un atisbo de duda; o tal vez el miedo, en el momento de dar el paso. Pero una reflexión me ayudó en ese momento: no me gustaría llegar al fin de mis días sin saber qué hubiera pasado de haber entrado en el seminario”.
Carlos dice que lo más sorprendente para él no fueron los horarios, los estudios o la convivencia, sino una especie de “analfabetismo” religioso acerca de la vida que rodea a un sacerdote y sobre muchas cuestiones del cristianismo. Tenía todo por aprender. Ahora, el “sacerdote” que tiene en la cabeza para cuando le toque ejercer su misión se lo ha dibujado un poco mejor con la clarividencia del Santo Padre: “El Papa ha hablado en alguna ocasión sobre el sacerdote como un hombre de paz que no tiene agenda. Estar ahí; para lo que haga falta. Un hombre de paz que trata de seguir a Jesucristo en la medida de sus posibilidades y de transmitírselo a los demás”.
HÉCTOR MANUEL MARTÍNEZ MOYA. DE TELENOVELA
Si Hollywood descubre la historia de Héctor, la meca del cine ya tendría el guión de una nueva película. Traspasada ya la barrera de los 50, Héctor recuerda con cariño su tierra natal, Bogotá (Colombia). Tras graduarse en Administración de Empresas, se marchó a Nueva York, donde se encontraban su madre y una hermana. Con mucha ilusión por trabajar, comenzó en un banco y luego se incorporó, como profesional, a varias ONGs, que prestaban auxilio a personas sin hogar. Básicamente, llevaba la contabilidad.
Tras una pequeña crisis afectiva, se tomó unas vacaciones en España. En el avión de regreso a EE.UU., conoció a una chica de Palmeira (Galicia). Le pareció muy especial. Tanto, que terminó casándose con ella. Pero ahora, con el paso del tiempo y la reflexión pausada, él mismo ha necesitado hacer una retrospectiva. Así fue como recordó que, con 6 años, aún en Colombia, le había preguntado a su abuela por un “señor” vestido de negro. Ella le respondió que se trataba de un “padrecito”, “apartado de su familia y dedicado a Dios”. Su curiosidad por ese género de vida, reapareció a los 16 años: ¿Quiénes eran los sacerdotes? ¿Cómo es su trabajo? A pesar de su enorme interés, nunca se atrevió a preguntarles a sus hermanas, ni a sus padres, ni a nadie.
Más adelante, hubo algún nuevo episodio de esa “curiosidad vocacional”. Trabajando como mensajero, pasó junto a un Seminario. Sin decidirse a timbrar, estuvo un buen rato en la puerta. “Tenía la esperanza de que alguien viniese a preguntarme, ¿pero tú que haces aquí? Aunque sea para echarme la bronca. Pero nadie vino”. En los primeros años como cajero de banco, se topó con una iglesia franciscana. “Entré y le dije a una señora que estaba en un mostrador: ¿qué se necesita para ser sacerdote? Me dijo: siéntese ahí. Y yo me senté. El tiempo pasaba, y pasaba; pero nadie aparecía. Tenía que regresar al trabajo, así que me marché sin dar explicaciones”.
La práctica religiosa de Héctor, como la de muchos de su generación, se había enfriado con el tiempo. Un año antes de conocer a “la gallega del avión”, sin saber muy bien por qué, intuyendo su importancia, había recuperado la asistencia a la Eucaristía dominical. “Señor mío, me pongo en tus manos. Voy a asistir de nuevo a la Misa”. Al repasar su vida desde la fecha actual, reconoce que otro elemento clave de su historia fue Radio María Nueva York. Conectó con esta emisora, fundada por un sacerdote de Bogotá. En medio de su programación encontró algo que le pareció maravilloso: el santo Rosario. “yo no tenía ni idea de qué era eso. Empecé a escucharlo y escucharlo y escucharlo, y un día, en un aeropuerto, le pregunté a una monja cómo se rezaba. Ella me explicó los misterios, los días que correspondían a cada uno, etc.” Y comenzó a rezarlo. Y casi sin darse cuenta, encomendándose a María, construyó una oración que repetiría con frecuencia: “Virgencita, si el Señor me quiere dar una mujer, que yo no la merezco, buena, que me la dé. Y si no, que Él disponga de mí”.
Aquella chica de las Rías Baixas, le pareció la respuesta de Dios a su oración. Tras un noviazgo formal, se casaron en España y se instalaron definitivamente en Nueva York. A los pocos meses, le diagnosticaron un tumor cerebral a su mujer. “Vamos a ponernos en manos de la Virgen -le propuse-. Y le hablé de la oración del Rosario. Y nos apoyamos en Radio María”. Tras 5 años de lucha, la esposa de Héctor falleció. No se enfadó con el Señor. “Sabía que era su voluntad y que yo debía aceptarla. Pero me resultaba durísimo. Le dije: “tengo que sobrevivir, Señor”. “tienes que ayudarme porque yo he de salir de este bache y continuar adelante con mi vida””.
Se puso en manos del sacerdote que le había preparado para el Matrimonio en Nueva York. “Le comenté mi inquietud vocacional de cuando era joven. Me dijo que lo pusiese en manos de Dios y se comprometió a ser mi guía espiritual”. Charlaban con mucha frecuencia. Héctor sintió que su entrega podría ir encaminada a las misiones. Pero un Sacerdote africano le comentó un día que en España se necesitaban sacerdotes. Y comenzó a escribir cartas y correos preguntando. Una comunidad religiosa le respondió y le orientaron a la diócesis de Madrid. Contactó con el sacerdote Ángel Pérez Pueyo (actual obispo de Barbastro) y tras un tiempo de conversaciones y discernimiento, apuntaron a la diócesis de Santiago, tierra natal de su difunta esposa.
Después de una etapa de diálogo con D. Carlos Álvarez, rector del seminario compostelano, un día le escucha: “te espero para septiembre”. Y le entró de nuevo el “vértigo”. Por el cambio de vida, por su trabajo… por todo. “Siendo honesto, en el fondo, yo quería quitarme esa responsabilidad de encima. Decirle al Señor, “yo ya he cumplido”. Pero ojalá que no me digan que sí”. Héctor suponía que bastaba con afrontar su pérdida y ofrecerse a Dios. Después podría rehacer su vida habitual hasta la fecha.
Combatió sus nervios a base de oración. “Le preguntaba: Señor, ¿qué hago, qué hago? Ya tengo cierta edad; no puedo jugar con mi pensión. Ayúdame”. En medio de ese “caos”, mientras rezaba con profundidad durante una Misa, apreció que Dios le respondía a su inquietud: “Señor, si Tú me quieres, dímelo claramente. Que no tenga la menor duda. Y yo hago lo que tú deseas. Lo que tú digas”. Al parecer, la “señal” que buscaba, llegó. Esa misma tarde, redactó su carta de renuncia y se la pasó a su jefe.
Su familia, al principio, se tomó la noticia como una locura. Y hubo de explicarles que su vocación no era una reacción a la muerte de su esposa, sino el retomar una llamada que había sentido en el alma desde su más tierna infancia. Llegó a Santiago con dos maletas, habiendo dejado atrás un futuro prometedor como contable. Al principio, le costó adaptarse. El apoyo recibido en el Seminario y el de su familia “política”, instalada ahora en Villagarcía, jugaron un papel determinante. “Hace cosa de año y medio parece que he vivido mi destino con una luz más clara, más tranquilo. Sé que esto es lo que Dios quiere”. La vida de Héctor, sin duda, como una buena serie, pronto nos deleitará con una nueva temporada.