Jesús volvió a Galilea con la fuerza del Espíritu; y su fama se extendió por toda la comarca. Enseñaba en las sinagogas, y todos lo alababan. Fue a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el rollo del profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor». Lc 4, 14-19
Este texto expresa hermosamente el comienzo de nuestro Año Santo compostelano. La mención del «Año de Gracia», como Jubileo judío, asienta las bases de lo que es nuestro Jubileo o Año de Gracia. Es Cristo, además, quien hace suyas las palabras del profeta Isaías, proclamándolas y añadiendo que en Él se cumplen. El Evangelista san Lucas nos las ofrece además justo al comienzo de la misión de Cristo. Después de los dos capítulos del Evangelio de la Infancia que tejen nuestra celebración de Navidad, encontramos al Jesús adulto que acude a Juan el Bautista, se nos presenta su genealogía hasta el primer Adán y Dios mismo, pero después vive su desierto propio, es tentado, y fortalecido regresa a comenzar Él su propia predicación en vez de Juan, preso. A lo que siguen las primeras llamadas al discipulado de los pescadores de Galilea, los hermanos Pedro y Andrés, y los hermanos Zebedeo, Santiago y Juan. Con estos presentes, Jesús actúa sus primeras liberaciones «jubilares» de endemoniados y enfermos, cumpliendo lo que había proclamado, llevando la Palabra a la acción.
Es como si tuviésemos no sólo la base teológica sino también nuestro enlace con Santiago el Mayor, y el recordatorio de que toda nuestra devoción jacobea nos lleva a Cristo. En toda la simbología artística de la Catedral es Santiago el que nos acoge, en el Pórtico Occidental de la Gloria o en la Puerta Oriental Santa, y a quien nos dirigimos en su tumba, sobre la cual se hace presente Cristo en el altar. El propio Camino es un constante recordatorio y «sacramental» de la conversión cristiana, como escuchar la llamada de Cristo, como Santiago, dejar nuestras redes, barcas, mares y oficios, y seguirlo a Él, poniéndonos en Camino. El Camino es también nuestro propio desierto, que el propio Cristo no se perdonó, expresión de ascetismo, ayuno y esfuerzo pero precisamente ahí de tentación a nuestra debilidad física pero también afectiva y psicológica, a nuestro orgullo. Es el Camino que nos lleva finalmente a Cristo para enviarnos Él de nuevo.
Son numerosas las imágenes artísticas que, eco de los sermones del Calixtino también, nos muestran a Santiago antes como discípulo del Señor, junto a la barca, en la predicación, y después predicando él, dando testigo de Cristo, en el martirio, y la barca de nuevo de la Traslación. Así, por ejemplo, el famoso retablo de alabastro policromado del Museo de la Catedral, donado el Año Santo de 1456 por el clérigo inglés John Goodyear, o las propias puertas contemporáneas de bronce de la Puerta Santa, del escultor Jesús León y concepción teológico-artístico de Alejandro Barral, de finales de 2003 para el Año Santo de 2004. De esta forma la imagen de Santiago es reflejo de la Cristo, porque a su vez él fue discípulo. A fin de cuentas el fin del Jubileo, como de toda la peregrinación, es la iniciación cristiana, como en el bautismo, así en la penitencia. Se trata de renovar nuestra condición cristiana de discípulos de Cristo para volver a ser enviados como misioneros nosotros. Cuando el peregrino medieval se llevaba de vuelta la concha, símbolo de su peregrinación cumplida, iniciaba una vida nueva como lo hace el bautizado o el reconciliado con la Iglesia en la penitencia, tanto si ésta sigue a un crimen o pecado grave, o simplemente una etapa de indiferencia y alejamiento.
En nuestros tiempos somos tal vez más sensibles a esta «penitencia» o Jubileo: el de aquellos que viven alejados de la fe y que incluso comienzan su peregrinación sin una motivación cristiana fuerte, pero a lo largo del Camino y en la meta hacen suya la experiencia cristiana, que les acerca a Cristo y renueva su fe. Realmente así ha sido desde antiguo. Podríamos citar a aquellos santos padres que llaman «conversión» a su descubrimiento de su propia vocación cristiana de total entrega, y no al bautismo que ya habían recibido de niños pero sin una vida cristiana relevante. Pero el propio Códice Calixtino, como otros textos de la peregrinación jacobea, nos insiste en hablarnos de los peregrinos no motivados, o con tendencia a incumplir su voto, o de las tentaciones constantes mercantilistas y economicistas en el Camino, tan actuales. En los sermones repetidamente se insiste en la vocación de Santiago, porque es imagen de la llamada de todo cristiano, que es lo que realmente se juega en el Camino. De hecho, la fiesta tradicional hispana jacobea del 30 de diciembre se llamará no sólo de la «Traslación» a partir del Calixtino, sino también de la «Vocación» y «Elección». También los milagros de Santiago lo son con peregrinos que cumplen sus votos, frente a aquellos que fácilmente los olvidan. Incluso uno de los milagros toca un tema particularmente duro: aquel tentado a desesperar de su conversión y del perdón, que tentado por el diablo se quita su propia vida pero Santiago lo trae en el último instante de nuevo, porque nunca es tarde, porque siempre es ocasión de convertirse, porque no hay nada más demoníaco que desesperar y abandonar, más que el propio pecado cualquiera que sea.
Aunque nuestra cultura es reacia a hablar de pecado y penitencia, estamos mediáticamente rodeados por la experiencia del mal, y con otros nombres no dejamos de hablar de él. Al menos la fe cristiana en el Jubileo, la Peregrinación, y otras formas de conversión, nos muestran un Camino hacia la luz y el amor. Porque también Santiago, su camino, y una vez más el Calixtino nos muestran que el Camino no es simplemente conversión en negativo, abandono de pecados o faltas más o menos valoradas entonces u hoy. Es un camino ante todo positivo, de seguimiento de Cristo y entrega al amor. Por eso se insiste siempre, como en toda la espiritualidad medieval, en la necesaria caridad. Con la oración el peregrino debe vivir la caridad: son las dos armaduras que lleva como caballero del camino. Como la concha tiene forma de mano, es expresión de la mano tendida de la caridad, y son dos conchas porque doble es el amor: humano y divino. Y caridad es la bolsa abierta, sin cierre, pequeña para llevar poco, abierta para compartir mucho. Expresión histórica de esto es el hecho de que en el Camino la Iglesia no sólo nos haya dejado un patrimonio de Iglesias, o de infraestructuras viarias, puentes, caminos y fuentes. Ante todo el Camino es hospitalidad y acogida: hospitales y albergues. Cada peregrino de vuelta fundaba o apoyaba una fraternidad, «confraternitas» es «Cofradía», para el apoyo mútuo de los hermanos peregrinos, acogida de caminantes, enfermos o sin techo, hospital para la caridad física con iglesia para la caridad espiritual. Así hemos reconstruido las rutas del Camino hasta Polonia, las islas británicas, el Este de Europa.
Aunque todo esto surge con el propio Camino de Santiago en el siglo IX, y ya los siglos X y XI conocen grandes santos hospitaleros y peregrinos, el Jubileo como Año especialmente de gracia es posterior, lo mismo que algunos de sus elementos como la Puerta Santa.
Sí que es originaria la veneración de las reliquias, los cuerpos santos de Santiago y sus discípulos, hasta el punto que la sacralidad de los mismos hacía que en modo alguno se jugase en la antigüedad con este tema. La autentificación de las reliquias era no sólo una cuestión histórica, sino ante todo teológica y sacramental. El valor sobrenatural de esa presencia se expresaba en los milagros de Santiago, cuya principal recopilación, el Calixtino, nos los data en el siglo ya de plenitud y éxito, siglo XI, y siguiente. Los milagros nos devuelven a las palabras de Isaías: liberación, sanación, curación, de los males y peligros propios de aquel tiempo, en la piratería marina o en los caminos, en los abusos comerciales y económicos, contra el falso dios dinero también en la Iglesia, contra enfermedades, violencia, o la propia desidia religiosa. Este es ya un Jubileo aunque físico, no cronológico. No es un tiempo especial, sino el lugar, Santiago.
Nuestra tradición local hace remontar a Alejandro III la concesión de las primeras indulgencias jubilares en el año 1178, aunque las dudas sobre esta bula, conservada en copia posterior, no nos permitan conocer con exactitud el año de origen. La palabra «indulgencia» nos habla ya de un elemento propio del Jubileo, característico: la gracia de Dios para el perdón se administra concretamente en la realización de ese esfuerzo de conversión, de forma que la intención penitente no queda desdibujada en una intención poco concreta sino que se traduce en hechos, e incluso días. Se pone de manifiesta además un aspecto que nos devuelve a la conversión del peregrino y su retorno a Cristo: es el Cuerpo de Cristo, la Iglesia, quien administra y reparte esa gracia que por ella fluye. Si el Cuerpo de Cristo, eucarístico, compartía altar sobre el cuerpo de Santiago en su tumba, como en la Última Cena, y el peregrino en la misa de Santiago también, ahora el sentido del Cuerpo y la peregrinación recupera su carácter comunitario eclesial. Todo ello se desarrolla teológicamente entre los siglos XII y XIII: de hecho a finales del XII parece haber una referencia en un santuario italiano a una indulgencia que se les concede allí «al modo compostelano», y en el XIII ya un obispo compostelano concede las primeras indulgencias aquí que después Berenguel de Landoria, a inicios del XIV, ya menciona explícita y claramente. Ya para entonces se habría celebrado el primer Jubileo universal, el de Roma en el año 1300, el primer «Año Santo», año especialmente habilitado para fortalecer la gracia y ganar el perdón.
El día de la fiesta del Apóstol en domingo, y de la Traslación, el día de la dedicación de la Catedral y otras ocasiones serán momentos concretos para ganar esa gracia unida a la conversión establecida en el sacramento de la penitencia, con la confesión y verdadera conversión.
Como se ve el Camino sigue siendo la penitencia, no tanto por hacer un número de kilómetros determinado o la experiencia en sí, pues entonces todo camino o ruta se haría de esa manera difícil y peligrosa. La cuestión era físicamente llegar hasta la tumba de Santiago, también antes del Jubileo, y cuando éste se establece hacerlo durante ese tiempo.
La Edad Moderna conocerá, por un lado, la apertura de una Puerta especial, la Puerta Santa, que se nos menciona en las primeras décadas del XVI como «Puerta del perdón» y después, en el s. XVII, se adornará con las figuras del maestro Mateo del desmontado coro pétreo de la Catedral. Mientras se ritualiza incluso esa entrada especial, no vinculada a la indulgencia, otras voces recuerdan que es preciso convertirse de verdad: la gracia de Dios y la conversión no se gana o compra por acciones físicas si el corazón no se abre a Dios. No sólo Lutero critica las indulgencias en su forma excesivamente comercial o casi supersticiosamente concreta. Grandes santos reformadores antes y después del concilio de Trento, desde Tomás de Kempis a san Carlos Borromeo, advertirán del peligro del falso peregrino que es un simple turista, curioso, oportunista o itinerante. Una vez más las dificultades de la peregrinación actual no son nuevas. Pero serán ocasión no de despreciar, sino de promover la peregrinación, en su autenticidad. Lo que ya el Calixtino había hecho.
Cuando tantas voces hablan del «Xacobeo» y del Año Santo como oportunidad económica y turística, nosotros, sin dejar de preocuparnos por la crisis económica, tenemos en nuestra mano recordar con Isaías la oportunidad de liberación y sanación que la fe ofrece, fortaleciendo incluso la caridad para que nuestra solidaridad y ayuda mútua sea inquebrantable. Que los antiguos usasen la misma palabra latina «salus» para salvación y salud, espiritual y física, mientras cuidaban de sanar los pies, alimentar el estómago y cuidar el espíritu por igual en hospitales-albergues e iglesias en los Caminos, nos muestra la enorme sensatez e integración personal que ya en el medievo peregrino vivían. Tenemos no un año, sino dos, veinticuatro meses de gracia para vivir eso, para fortalecer nuestra fe y ofrecerla a nuestra sociedad herida, para tomar en nuestras manos esa Palabra de Dios, alzarnos entre nuestra gente, proclamarla con la autoridad y gozo de Jesús, como su discípulo Santiago, y decirles: «Hoy se cumple esta Palabra que acabáis de oir.» Hoy es tiempo de gracia.
Francisco J. Buide del Real,
Sacerdote diocesano.