Día 1 de diciembre. “Aquellos que queráis participar en la obra de teatro que estrenaremos el día de Reyes, debéis inscribiros cuanto antes”- se comunica en la parroquia, al finalizar la misa del domingo. Luego habrá que repetirlo en cada sección de la catequesis. Día 6 de diciembre. Estamos metidos de lleno en el Adviento, y hace semanas que ensayamos los cantos con los niños. Pronto comenzaremos a ensayar los de Navidad. El tiempo de los preparativos se mezcla con el tiempo específico de la liturgia. Uno no sabe muy bien en qué momento se encuentra. Día 11 de diciembre. “¡Yo también quiero participar en la obra! Pero con un papel pequeño” – dice una niña que llega rezagada al grupo. Se hace necesario escribir unas cuantas frases en medio de la obra oficial, para que pueda participar. Día 17 de diciembre. Entre las prisas del final del trimestre, las prisas en las calles, las prisas en casa, las prisas… El Adviento se convierte en una autopista, en la que nadie se para, nadie frena, nadie contempla… Nadie espera. Día 24 de diciembre. Hay que preparar la lista de las canciones para la eucaristía de mañana y villancicos para la adoración del Niño: meter en el coche la guitarra y el acordeón, el atril, las partituras… El ensayo de la obra ha ido muy bien esta mañana. Día 25 de diciembre. ¡Feliz Navidad! Es día de fiesta. Día 26 de diciembre. Hoy celebramos a nuestro patrono. También es día de fiesta. Día 27 de diciembre. En la parroquia veneramos a san Antonio de Padua. Tercer día de fiesta. ¡Cuarto! (Me olvidaba la Nochebuena) Día 28 de diciembre. No queda nada para el día de Reyes. Las opciones para ensayar la obra se reducen a cuatro, como mucho cinco. Seguro que saldrá bien… Pero… ¡cómo cuesta esta semana! Día 31 de diciembre. Último ensayo antes de terminar el año. Algunos niños están con catarro o gripe. En 2 días estarán también los demás. ¿Podremos estrenar la obra? Día 1 de enero. ¡Feliz año nuevo! Día 2 de enero. Faltan 4 días. Ya ensayamos sin papeles la obra de 12 páginas. El más pequeño se la sabe desde el primer día. Nervios, prisas. Familias con las últimas compras, cansados ya de tantas comidas y encuentros. Día 5 de enero. Ha llegado hasta la parroquia la cabalgata del ayuntamiento. Interrumpimos el ensayo para recibirlos; volvemos a entrar con la prisa del día antes del estreno, los nervios y olvidos propios de las últimas horas. Día 6 de enero. ¡Feliz día de Reyes! Bien temprano suena el teléfono con mensajes de última hora. “¡Qué nervios!”. “¡Nos vemos pronto!”. “¡No abro los regalos hasta que volvamos de la iglesia!”. “¿Así estoy bien peinada para el personaje?”. “No me encuentro muy bien…”. Lo cierto es que, ¿quién puede pensar en los regalos si tenemos que estrenar la obra de teatro que llevamos días ensayando? Con toda la logística que eso conlleva… Día 7 de enero. Es un día para revisar las fotos y el vídeo de ayer. Hoy, realmente, puedo empezar a vivir el Adviento y la Navidad. Pero sin desperdiciar mucho tiempo. Mañana comienza el colegio. Aunque la Navidad se extiende hasta el próximo domingo, el “el tiempo ordinario” se la lleva por delante.
Estas palabras atropelladas, tratando de expresaros la prisa y el ritmo de cada mes de diciembre, quieren contaros una experiencia muy personal: la de una catequista que, hasta este año, vivía estos tiempos fuertes con una velocidad que únicamente dejaba caminar de puntillas por el Misterio de la Encarnación. El discurrir diario no permitía nada más que asomarse por una ventana, desde lejos, y contemplar uno de los momentos más importantes para los cristianos, durante unos pocos minutos. Seguro que, si os paráis un segundo, caeréis en la cuenta de que vivís algo parecido. La preocupación y ocupación en las actividades que preparamos con todo el cariño y devoción posible, y los quehaceres de la vida, nos aleja de la calma que se requiere para preparar y prepararse para la Navidad. ¿Será que la vida cristiana tiene otro ritmo y que lo verdaderamente importante es ser más como Jesús? Quizás este otro ritmo sea más propio de los lugares apartados, poco concurridos; aquellos que no ocupan las publicaciones de los instagramers.
Lejos de las luces y el ruido habitual de los días de fiesta, todo lo que hemos vivido este año, me hace pensar en una Navidad en el desierto. En cada uno de los momentos importantes del año litúrgico, encontramos una escena o historia (cuando no son varias) que sucede en el desierto, y es que muchos de los grandes acontecimientos del pueblo de Dios ocurren en el desierto: ese lugar misterioso, con peligros, en el que podemos perdernos, morir de sed o de hambre; su aspecto cambia constantemente con el viento y el movimiento de las dunas. ¿Quién no ha sentido vértigo al comienzo de esta Navidad, viendo que todo lo que hasta ahora era normal ha cambiado repentinamente? Pareciese que nos haya envuelto una tormenta de arena del desierto: tratamos de luchar contra ella, nos enfadamos, cerramos los ojos para olvidarnos de que estamos en medio.
En cambio, yo me propongo (y os invito) a caminar por el desierto. Aviso: aunque se vaya acompañado, puede convertirse en una travesía solitaria debido a las dimensiones del lugar. Pero ¡qué importante es no perder de vista el desierto en nuestra vida cristiana! También en la Navidad. Desierto que atravesarán María, José y Jesús, hacia Egipto, exiliados. Porque la Navidad celebra la Encarnación con todas sus consecuencias: la falta de un lugar seguro para que María pueda dar a luz, el reconocimiento del Mesías por aquellos que vivían en las periferias; también la huida, los inocentes que quedan en el camino,… Acercarnos al desierto, adentrarnos en él, también en la Navidad, acompañando a la Sagrada Familia, es una oportunidad para ampliar la perspectiva y el horizonte, encarnando nuestras fiestas, bajando de la montaña rusa en la que, de vez en cuando, convertimos nuestra vida cristiana: ahora fiesta, ahora tiempo ordinario. Porque, desde el desierto se puede ver, perfectamente, lo ordinario que hay en la Navidad y lo festivo que hay en el tiempo ordinario.
¡Hemos escuchado tantas veces que era necesario salir de nuestra zona de confort y movernos hacia las periferias! Pero aún faltaba para que ese movimiento interior se produjese. La Navidad en el desierto también supone salir de la franja reconfortante de nuestras seguridades. Para los sacerdotes, para los catequistas, para las familias… Todo ha supuesto un movimiento, como el de las dunas del desierto. Hay que orientarse de nuevo.
Desde el desierto, la luz del Niño Dios que quiere nacer pobre, entre los pobres, llega más lejos si cabe, y busca ser la brújula en medio de la tormenta de arena. ¡Claro que extrañamos las actividades de las parroquias! ¡Por supuesto que nos gustaría poder estar cerca de nuestra familia, también de toda la comunidad cristiana! Pero el desierto nos invita a escuchar: ¿qué quiere Dios de mí y de ti, de todos nosotros, en este momento, en este tiempo? Estoy segura que la respuesta puede ser muy próxima a lo que se requiere para entrar en el desierto y atravesarlo: valentía, creatividad, humildad, fraternidad, caridad, esperanza. ¡Feliz Navidad!
Fátima Noya
Catequista