¡Volvemos a las andadas! Apenas 6 meses transcurridos y… ¡¡Hala!!… ¡¡Acabamos de votar otra vez!!
Una vez más, nuestros políticos, sacaron a la luz las grandes virtudes de ese ser sin nombre, ese ser sin apellidos, ese ser sin señas de identidad que forma parte de algo tan intangible, algo tan manejable, algo tan virtual como la tan manida ciudadanía, palabreja idolatrada por cualquier político que aspire a gobernar, sino la célebre ínsula Barataria, al menos, un modesto ayuntamentito de 50 bípedos habitantes.
Perdón por el humor gris oscuro con el que, esta vez, inicio mi crítica pero, siendo consciente de que la situación es para echarse a temblar, por encima de todo soy cristiano, y un cristiano sin sentido del humor, no es tal. Y el humor trae consigo la esperanza; la cual permite que nuestros ojos, ávidos de claridad, puedan atisbar un rayito de luz tras murallas y murallas de nubarrones más negros que el pesimismo.
Y esperanza es lo que nos ofrece esta magnífica (y profética) película del genial Frank Capra, uno de los gigantes del séptimo arte. Porque, a pesar de las manipulaciones de los políticos, banqueros y magnates de la prensa (especies que apenas han evolucionado con el paso del tiempo), el ser humano, sí posee la verdad en su corazón (no cualquier verdad, sino la única que merece la pena: la de Cristo) puede llegar a vivir en un mundo infinitamente mejor del que ellos nos ofrecen.
Más de tres cuartos de siglo desde su estreno y, sin embargo, parece que es de ahora mismo. Es lo que tienen los clásicos: que el tiempo no pasa por ellos. Porque un clásico siempre cuenta verdades como catedrales. Y esas verdades nunca envejecen. Y Juan Nadie, más que contarlas, las grita a los cuatro vientos para que podamos oírlas con nitidez; siempre y cuando, claro, no tengamos nuestros oídos sellados con la cera de la cobardía, con el tapón del pasotismo o, lo que es peor: con el suave algodón de la costumbre y la tibieza.
Y es que nosotros, los ciudadanos de ahora mismo, los poseedores de esos votos tan preciados, necesitamos de esas verdades como el comer. Porque somos los Juan Nadie del siglo XXI: verdaderos indigentes de valores, verdaderos pordioseros de virtudes cristianas. Porque, a diferencia de aquellos, apenas sabemos qué significa la palabra esperanza. En estos tiempos, en los que el cristianismo se diluye como un azucarillo en el agua insípida del nihilismo o en la charca maloliente del vacío existencial, la esperanza cristiana es el flotador que nos impedirá hundirnos hasta las profundidades sin fondo de nuestro sinsentido.
Juan Nadie es una inyección de esa esperanza que tanto necesitamos. Porque, a pesar de que la película comienza con una mentira, al final, esa mentira, se transforma en una verdad con mayúsculas.
Y es que, si a los ciudadanos del siglo XXI se nos recuerda que, por encima de todo, somos personas y no máquinas de votar, a lo mejor, cuando, la próxima vez, estemos delante de las urnas, en lugar de suicidarnos (una vez más), seamos capaces (como el protagonista) de alzar nuestra mirada desde el oscuro abismo que nos espera allá abajo hasta ese cielo luminoso que calienta nuestros corazones: el hogar de la esperanza.
Eugenio Rey