1.- Las palabras de Cristo a sus discípulos y su Oración Sacerdotal
Los tres primeros Evangelios refieren las palabras que Jesús proclamó en la Última Cena, para instituir la Eucaristía. Por su parte, el Evangelio según San Juan recoge, en los discursos de despedida del Maestro, las palabras que pronunció en la Última Cena, al ver que le había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre. Quiso entonces indicar a sus discípulos que el amor había de ser el distintivo de cuantos creyeran en él: algo que rubricó con el gesto de lavarles los pies, haciendo de discípulo o de siervo, siendo como era Maestro y Señor. Por otra parte, tal como testimonia el 4º evangelista, dirigió al Padre la Oración Sacerdotal, pidiendo que no retirara del mundo a sus discípulos, pero que los preservara del mal. Tenía en cuenta que los planteamientos terrenos, que el mundo prodigaría, no eran los más indicados para que los seres humanos pudiéramos seguir la senda del Maestro. Necesitarían de la ayuda de lo alto, para ser siempre fieles.
2.- Los medios necesarios para vivir la vida cristiana
Cuando el ser humano recibe el Bautismo, es ungido con el Santo Crisma. De ese modo, queda “cristificado”, ungido con el óleo de Cristo, para que sus obras lleven siempre el sello de Cristo. A partir de ahí, hecho de ese modo miembro del Cuerpo de Cristo, el Espíritu Santo suscita en él los carismas apropiados para subvenir a las necesidades de ese Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Por su parte, la persona bautizada ha de aprovechar los medios que el Espíritu Santo le ofrece para encarnar el espíritu del Señor. La Palabra divina y los sacramentos de la vida le ayudarán a dejar a un lado las preocupaciones materiales y terrenas, y a usar en cambio de esos medios, para seguir la senda que conduce a la gloria celestial.
3.- El Verbo encarnado, Luz que ilumina nuestros pasos
Dice San Juan que el Verbo de Dios se hizo hombre y se constituyó entonces en Palabra del Padre (cf Jn 1, 14), de modo que, quien le vea a él, vea también a quien le envió (Jn 12, 45-46). El Hijo vino al mundo como luz (Jn 3, 19), para dar testimonio de una luz que resplandece en las tinieblas. De ahí que Cristo haya podido afirmar que era “la luz del mundo” (Jn 8, 12). Así, “él, la Palabra, era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo” (Jn 1, 4-9). Y, del mismo modo que vino como luz, quiso que sus discípulos no anduvieran en tinieblas, sino que realizaran las obras propias de los hijos de la luz (cf Mt 5, 14-16).
4.- La Palabra de Dios proclamada y escrita
Ya antes de encarnarse el Hijo de Dios, el Señor había hecho llegar a los hombres su Palabra. La actividad profética se llevaba a cabo merced a la llamada de Dios a algunos hombres, para que proclamaran su palabra. Precisamente por ello, esos creyentes, llamados profetas, pronunciaban sus oráculos una vez que manifestaban a sus destinatarios: “Esto dice el Señor”. Para indicar que esa Palabra procedía de Dios, a menudo manifestaban que se habían abierto los cielos, mostrando así con claridad que el Señor les había comunicado aquellas palabras. Alguno de estos profetas, tratando de intimar con Dios y recoger su mensaje, al sentir la llamada, le dijo a Dios, como Samuel: “Habla, Señor, que tu siervo escucha”. El Señor le pidió a algunas de estas personas, como Moisés, que pusieran por escrito lo que, orientados por Él, iban percibiendo (Ex 17, 14; cf Dt 31, 24-26). Otros, interpretando la voluntad del Señor, nos dejaron por escrito las palabras que el Señor les había comunicado.
De ese modo, movidos por el Espíritu Santo que les inspiraba, profetas y sabios, y otros hombres de Dios, fueron dejando escritos los libros que denominamos de la Antigua y Nueva Alianza, que forman una unidad, cuyo autor principal es el propio Dios. En nuestras celebraciones litúrgicas, a imitación de lo que han hecho siempre los judíos en la celebración sinagogal del sábado, proclamamos dos o tres lecturas bíblicas, en torno a las cuales decimos al final “Palabra de Dios” o, cuando se trata del Evangelio, “Palabra del Señor”.
5.- La Cuaresma, un tiempo de gracia
El período de cuarenta días que precede a la Celebración Pascual, es un tiempo de preparación de la fiesta más importante para el cristiano. Durante ese tiempo, la Iglesia trata de ofrecer a los creyentes los medios más adecuados para prepararse al Triduo Pascual y a la solemnidad de la Pascua y a su Octava, e incluso a todo el Tiempo Pascual.
Los textos bíblicos que se proclaman en este tiempo suelen ser más largos que de ordinario, y con frecuencia, más jugosos y expresivos. No es extraño, si tenemos en cuenta lo que dice uno de los prefacios de Cuaresma: se trata de “un tiempo de gracia, en que Dios da su paz a la tierra por la sangre de Cristo”. O, como refiere otro prefacio –el primero- y resalta el Papa Francisco en su mensaje cuaresmal, “la Iglesia concede a sus hijos anhelar, año tras año, con el gozo de habernos purificado, la solemnidad de la Pascua, para que…, por la celebración de los misterios que nos dieron nueva vida, lleguemos a ser con plenitud hijos de Dios”.
Por ello, la Iglesia escoge como textos litúrgicos para ese tiempo, aquellos que muestran la condición divina: el Señor es “misericordioso y fiel, lento a la cólera y dispuesto al perdón”, un ser que llama a las puertas del corazón del hombre, buscando en todo momento la respuesta adecuada. A menudo la Iglesia elige para las lecturas de la Celebración Eucarística textos que tratan de la Alianza divina, o que recogen palabras proféticas, con las que el Señor llama a los miembros del pueblo creyente a la fidelidad a la Alianza y a la conversión de sus caminos. Son, pues, bastante frecuentes los textos dirigidos a la conversión del corazón y al arrepentimiento y a la penitencia interior. De ahí que, entre los sacramentos, que nos ponen en relación con Cristo, cobren especial relevancia a lo largo de la Cuaresma el Bautismo y la Penitencia.
Las ideas guía de los cinco domingos de Cuaresma, reflejadas en las lecturas bíblicas, son: Las tentaciones de Cristo y la necesidad de la palabra de Dios para salir incólume de la batalla contra las fuerzas del mal; las bendiciones divinas sobre Abraham; revelación de Dios a Moisés y acompañamiento del pueblo salido de Egipto a lo largo del desierto; la misericordia divina introduce al pueblo elegido en la tierra prometida y acoge al Hijo Pródigo; y los profetas, que anuncian la novedad de Dios, concretada en la muerte de Cristo, para darnos la vida que no se acaba. La palabra se constituye de este modo, una vez más, en “luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo”.
José Fernández Lago
Canónigo Lectoral de la Catedral de Santiago