1.- El hombre en el mundo
La persona humana, herida a menudo por la enfermedad, y acuciada por otros problemas y tristezas, tiene a veces una visión pesimista de su existencia. En esa situación, puede llegar incluso a perder su confianza en Dios, sin darse cuenta de que Dios, que creó al hombre por amor, no se olvida de sus criaturas. En esos momentos en que priva la depresión, solemos encontrar una palabra del Señor, que nos mueve a la esperanza y que nos ofrece el consuelo. A la luz de esa palabra, podemos ver que la misericordia del Señor es más grande que nuestros pecados. Dice el Señor, por medio del profeta Isaías, que Él es como una madre, que no se olvida de sus hijos, aun en el caso de que éstos se olviden de Dios. La grandeza del Señor se muestra, pues, en el perdón y en la misericordia: de ahí que, por parte del hombre, “es bueno esperar en silencio la salvación de Dios”, como dice el libro de las Lamentaciones.
2.- La experiencia del dolor y de la muerte en la Biblia
El pueblo creyente que descendía de Abraham vio cómo, cuando se alejaba de Dios, caía víctima de otros pueblos. En su aflicción, clamaban al Señor, y Él les liberaba. Sin embargo la liberación humana no era suficiente. En tiempos del exilio babilónico, el Siervo de Yahvé, prototipo de los que sufren en beneficio de otros, llega a ver la luz y consigue la justicia para las multitudes. Poco a poco, la experiencia de la resurrección del pueblo se va aplicando a personas particulares. Cuando el Hijo de Dios se encarna, asume como propia la figura del Siervo de Yahvé, que da voluntariamente su vida. Los cristianos entendemos la resurrección a partir de Jesús, pues somos miembros del cuerpo del que el Señor es la cabeza. El 4º Evangelio recoge las palabras de Cristo, según las cuales ha ido a prepararnos un lugar, junto a él.
3.- La resurrección de Jesús
3.1.- En afirmaciones y confesiones de fe, al recibir el Bautismo, se constata en la Iglesia primitiva que Jesús vive, por obra del Padre. Se habla de Jesús en términos de “Señor”, y de vencedor de la muerte. Así aparece en el libro de los Hechos de los Apóstoles y en algunas cartas de S. Pablo. También los himnos aluden a Cristo muerto y resucitado.
3.2.- Los relatos evangélicos de la tumba vacía refieren la visita de algunas mujeres al sepulcro, y el hallazgo de la tumba vacía. Así se indica en los escritos paulinos (1Cor 15, 3-8; Gal 1, 12-16), al final de los cuatro evangelios, y en Hech 2, 24.29-36. Estos textos reflejan que la resurrección se produjo de acuerdo con el anuncio de las Sagradas Escrituras. Por esos textos concluimos que las apariciones eran reales.
3.3.- Los relatos que demuestran mejor la resurrección del Señor, son los de apariciones, en especial las apariciones a un grupo de personas. Entre ellos, goza de especial reconocimiento el texto de San Pablo en 1Cor 15, 3-8. Allí se indica que Jesús “se dejó ver”, haciendo hincapié en la iniciativa del que se aparece, lo cual se confirma por las afirmaciones de que “Jesús se manifestó”. Se intenta manifestar en estos relatos que el resucitado era el mismo que había sido crucificado.
3.4.- La resurrección de Cristo es garantía de nuestra resurrección. A partir de ella concluye San Pablo que la resurrección es posible, pues Cristo ha resucitado (1Cor 15, 12ss). Y, como Cristo es cabeza de la Iglesia, también los miembros resucitaremos.
4.- La resurrección de los muertos
En el judaísmo de corte griego, se prodiga la fe en la inmortalidad, mientras que en el judaísmo palestino se cree en la resurrección. Esperan que el cuerpo que se entierra, llegue a resucitar. Por eso sepultan a los muertos, para que se mantenga el germen de vida en la médula de los huesos. Al sheol o hades bajó Cristo con su cruz, para liberar y conceder el perdón y la vida a los hombres prisioneros de la muerte. En los primeros siglos del cristianismo, cuando querían incinerar a los cristianos para privarles de toda posibilidad de resurrección, replicaban los creyentes que, quien había creado al hombre de la nada, podía hacerle volver a la vida con más facilidad, a partir de sus cenizas. La muerte de los cristianos, en especial la de los mártires, era una victoria que se asociaba a la de Cristo resucitado. La resurrección que esperaban era la de las mismas personas que habían estado unidas a Cristo a lo largo de su vida.
5.- La vida eterna
Al final de los tiempos Jesús vendrá triunfante, para dar a cada uno lo que esté en consonancia con su propia vida. Entonces, los que hemos muerto con Cristo, viviremos con él.
5.1.- La vida eterna se concreta en lo que de ordinario llamamos “cielo”. El cielo no tiene nada que ver con el firmamento: se trata, más bien que de un lugar, de la situación de los bienaventurados, que contemplan a Dios. A lo largo de la historia, muchas personas se imaginaron el cielo como un lugar de goce al lado de los ángeles. Otros lo han definido como una situación en la que el bienaventurado podía disfrutar de todo lo que le agradase. Tal modo de pensar, acorde con criterios terrenos, disiente de la enseñanza de Jesús: los que sean dignos de vida eterna no se satisfarán a modo terreno, pues serán como ángeles. Ello quiere decir que el contemplar el rostro de Dios les llenará totalmente, y no se aburrirán, pues les llenará de gozo la “vida en Dios”.
5.2.- Nadie puede contemplar a Dios, sin que Dios le disponga para contemplarle. Dice el apóstol S. Juan en una de sus Cartas que, cuando el Señor se manifieste glorioso, seremos semejantes a Él, al verle tal cual es. En eso consiste, pues, la vida eterna.
5.3.- Ya en esta tierra tenemos en anticipo lo que será la vida eterna. Al bautizarnos, somos engendrados de nuevo, somos renovados por el agua y el Espíritu. Nacemos, pues, del Espíritu. Ese Espíritu habita en nosotros y nos hace templos de Dios. Además, participamos de la Eucaristía, anticipo del banquete celestial, de la vida eterna. Además, la inhabitación de la Trinidad Divina en nosotros, nos hace templos del Espíritu Santo. Ese Espíritu es el fundamento de nuestra esperanza, pues nos indica que somos hijos de Dios y coherederos con Cristo.
5.4.- El cristiano sabe que, si con Cristo muere, vivirá con él. Por ello, una vez que por el Bautismo ha muerto al pecado y resucitado a una vida nueva, sabe que debe mirar ya ahora a las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la derecha del Padre.
6.- La habitación de vivos y muertos
A nuestra gente le gusta vivir en sitios habitados. Por eso construye su casa al lado de otras, para sentirse apoyado por un grupo humano. También a la hora de morir deseamos ser vecinos de otras personas. Así en grupo se reside, pues, en el lugar de los muertos (=Cementerio), considerado como una prolongación de la iglesia: de ahí que se denomine “Camposanto”, pues allí esperan los muertos la resurrección para la vida.
Nuestros padres han querido tener para sus muertos un lugar concreto, desde el cual pudieran pedirle al Señor el descanso eterno para quienes allí se hallan.
El día primero de noviembre, los familiares de los que allí se encuentran sepultados, adornan con cariño la tumba de sus seres queridos, con rosas, amapolas, claveles, nardos… Por su parte, el párroco acude ese día, a celebrar allí la Misa, o bien a rezar los cinco responsos de rigor por todos los difuntos, para implorar de Dios con sus feligreses, el descanso eterno de los que ya se han muerto. Considera que eso es lo más importante, de acuerdo con las palabras de San Agustín: “una flor se marchita, una lágrima se evapora, mientras que una oración la recoge el Señor”.
José Fernández Lago
Canónigo lectoral y profesor emérito del ITC