Nadie se imaginaba vivir una situación como la que nos ha tocado experimentar en estos últimos meses. Un virus hasta ahora desconocido ha sacudido los cimientos de nuestro modo de vivir y ha hecho tambalear nuestras seguridades y nuestras costumbres. El precio ha sido muy alto: miles de fallecidos, la gran mayoría de ellos en una dolorosa soledad, centenares de miles de afectados, familias destrozadas por no haber podido despedir a sus seres queridos. Todos hemos sido conscientes de nuestra vulnerabilidad, cuando todo antes de la pandemia nos apremiaba a vivir confiados casi sin límite en una condición humana poco menos que autosuficiente. Pero nos hemos dado cuenta de que no es así: el ser humano es un alguien necesitado de Alguien que le otorga sentido a toda su existencia, de un Alguien que le da esperanza en medio de la zozobra y luz en la oscuridad.
La pandemia, como escribió el papa Francisco en la oración a María que hemos rezado en estos meses, es una prueba; pero también se ha convertido en una oportunidad para crecer en nuestra fe cristiana, en nuestra esperanza en Dios providente y en nuestro amor con el que más débil se siente, al que las circunstancias le han mostrado su fragilidad.
En mi carta sobre “La pastoral del día después”, apuntaba que en los meses más duros de la pandemia un aspecto positivo fue redescubrir en las familias y hogares su condición de iglesia doméstica. Allí se rezaba, se hacía catequesis con los más pequeños, se seguían las celebraciones litúrgicas que no era posible vivir presencialmente.
Ahora ya hemos recuperado la actividad litúrgica pública y las presencias vuelven a ocupar ese lugar central en nuestro sentir comunitario, con las debidas garantías sanitarias. Pero ese mismo hecho nos coloca a todos ante un nuevo reto: cómo afrontar esta nueva realidad sobrevenida y que nos interpela. En este sentido, necesitamos una Iglesia humilde y cercana a la condición humana y espiritual del hombre, portadora de salvación y de esperanza; una Iglesia que se desviva, como lo ha hecho a través de Cáritas, en el servicio a los más afectados por la crisis económica derivada también del coronavirus en medio de una sociedad en crisis.
En la citada carta pastoral indicaba que “la Iglesia ha de estar atenta a cuanto se mueve en la sociedad civil y ésta debe considerar la propuesta eclesial demostrándose que cuando se converge en la dignidad y en la realización integral de la persona las características propias de cada institución siempre son complementarias y compatibles. El sentir religioso no desaparecerá jamás porque no se puede eliminar del corazón del hombre la promesa sobre el significado de la propia vida que siempre bordea el misterio. Nos da confianza en medio de todo saber que el destino de la Iglesia no depende de nosotros y que nosotros dependemos de Cristo”.
Es la imagen de una Iglesia que peregrina a la ciudadanía de los santos, pero que está presente en el mundo; una Iglesia que atiende desde la oración el bien espiritual de los que acuden a ella, pero que se preocupa también de las necesidades materiales de las personas, tratando siempre de cuidar su dignidad.
Nuestra fe en Cristo va a seguir siendo un signo de esperanza y, como siempre, de contradicción. Nadie nos ha dicho que nuestra tarea de cristianos ha de tener un éxito inmediato o medirse con los criterios de las rentabilidades empresariales. El éxito no va incluido en la misión que se nos ha confiado. Nos limitamos a sembrar, haciendo el trabajo que nos corresponde, sabiendo que el fruto depende de la gracia de Dios que se derrama en nosotros por medio de Hijo resucitado y del Espíritu que nos santifica.
“La Iglesia ni en los momentos más difíciles se ha retirado de la sociedad, ni lo está haciendo ahora ni lo hará en el futuro. El único camino que tiene que recorrer es el hombre. Y su misión es seguir afirmando que Dios se ha hecho hombre para salvar al hombre”. En estas frases de mi artículo publicado en “La Voz de Galicia”, se podría definir esa nueva pastoral del día siguiente: dignificar al hombre llevándole en nuestra voz la palabra de Dios.
+ Julián Barrio Barrio
Arzobispo de Santiago de Compostela