Esta ha sido la realidad de los últimos meses. La pandemia ocasionada por el coronavirus nos obligó a vivir confinados entre las cuatro paredes de casa. Han sido algo más de dos meses en los que solo pudimos relacionarnos con la familia y los amigos a través de las redes sociales, en los que nos hemos visto privados del beso del hijo recluido a docenas de quilómetros, de la nieta de meses que vive a escasos mil metros, del abrazo de tanto amigo fraternal.
Hemos respirado el miedo al contagio y hemos contado nuestros muertos por miles, tantos que tal vez nunca se sepa su número exacto. Creo que a estas alturas todo el mundo sabe que se nos ha mentido del modo más burdo y manipulador. En todo. Se actuó tarde y mal porque primó la conveniencia sobre la prudencia. Por eso se permitió que se celebrase una manifestación ideológica el 8M o que se mantuviesen los partidos de fútbol a pesar de que Italia contabilizaba ya sus muertos por centenares.
Recuerdo que en un primer momento se nos dijo que la enfermedad solo afectaba a personas muy mayores y con patologías añadidas. Hasta que empezaron a fallecer sanitarios, policías, transportistas… Se nos dijo que las mascarillas no eran necesarias, luego que sí. Se compró material defectuoso varias veces. Se nos dijo que el virus se eliminaba con un simple lavado de manos con jabón, pero la ropa había que lavarla a sesenta grados durante un par de horas… Se dijo que el virus no superaba los famosos dos metros de distancia social de seguridad, pero también que podía propagarse por el aire, luego que no… En fin.
El escándalo ha alcanzado tales proporciones que hasta la prensa extranjera se mofa abiertamente de los datos de víctimas mortales que el Ejecutivo se empeña en rebajar y que son desmentidos sistemáticamente por las comunidades autónomas y por el más fiable registro de fallecimientos. Con todo, lo peor ha sido que muchas personas murieron por falta de medios materiales. En ocasiones se eligió entre salvar a una persona o a otra más joven. Y hubo que enterrar a miles de ancianos como si fuesen apestados, rememorando la pesadilla del viejo Scrooge, pero sin final feliz. Miles de abuelos pasaron sus últimos días en la más aterradora soledad, lejos de sus seres queridos y de los que nadie pudo despedirse. Una herida que nunca curará.
Este es el retrato de la pandemia, el diagnóstico de una catástrofe humanitaria que no se conocía en España desde la lejana guerra civil. Y espero equivocarme, pero mucho me temo que el pronóstico no es menos negro. No habrá responsables políticos de tanta ineficacia, tanto error, tanta mentira, tanto dolor, tanta muerte gratuita. Pero los ciudadanos de a pie tampoco aprenderemos nada de esta dura lección. Una gran mayoría seguiremos pensando que el progreso ilimitado es posible y que será capaz de convertirnos en dioses inmortales. Volveremos al consumismo desaforado a pesar de que es la causa directa de la muerte de millones de personas, víctimas del hambre, el comercio injusto o las guerras provocadas y sostenidas por las antiguas potencias coloniales.
¿Un panorama demasiado pesimista? Ojalá. Seré el primero en alegrarme si a partir de ahora nuestra sociedad se convierte a una fraternidad real, si aprende a vivir con la austeridad de nuestros abuelos, si comienza a apreciar los pequeños detalles y a gozar de la existencia sin necesidad de organizar viajes fuga mundi cada cuatro meses, si es capaz de encontrar un sentido director a la vida, si convierte tanta palabra hueca, tanta postura “queda bien” en acciones concretas de servicio al prójimo, tan cercano y sin embargo tan ajeno, si transformamos la aporofobia en aporofilia, si abrazamos al pobre porque es imagen de un Dios tan grande que se hizo pobre por nosotros, si en vez de ejercer la solidaridad posmoderna y descomprometida, nos volcamos en la caridad cristiana, esa que renuncia incluso a lo necesario por el bien del más necesitado.
Solo saldremos reforzados de esta crisis si nos volvemos humanos, si nos convertimos al mensaje del Evangelio. Si tomamos cualquier decisión después de haberla contrastado con la Palabra de Dios. Presentar de un modo creíble la verdad de que solo Jesús tiene palabras de vida eterna es, creo yo, el gran reto que se nos presenta a los que somos Iglesia. Para ello hemos de ser una Iglesia acogedora, una Iglesia madre, más empeñada en perdonar que en condenar.
Antonio Gutiérrez
Periodista