Resulta muy duro decir que se ha metido la pata. He aquí una de las afirmaciones más peligrosas: “yo no me arrepiento de nada”. A nadie le gusta aparentar debilidad, fallos, carencias, descontrol, etc. Aunque no hace falta doctorarse en Harvard para advertir que somos humanos. Mi profesora combatía las excusas de la clase con un gran lema: “el es-que, el creí-que y el pensé-que, son primos hermanos del tonté-que”.
Las peores disculpas utilizan “tú” y el “pero”, en vez de “yo” (“siento haber herido TUS sentimientos; siento que TE hayas molestado”). Justifican una conducta (“venía con un cabreo…”). Carecen de arrepentimiento y propósito de la enmienda (“la próxima vez lo pensaré mejor”). Esconden el daño y la responsabilidad. No escuchan ni agradecen. A veces, al pedir perdón, se encuentra un muro; ahí sólo cabe la humildad.
El verano sirve para reponerse. Constituye un tiempo privilegiado para la reparación del cuerpo y alma cuando se ha trabajado duro. Lo corriente, después del pecado original, es cansarse, “con el sudor de nuestras frentes”. Además de esto, existe otra “reparación”, que implica restituir o compensar los posibles errores que, como humanos, se siembran a nuestro paso junto con las buenas obras e intenciones.
Por justicia; por caridad; por verdad. De otro modo, lesionaríamos la confianza entre las personas. Parece que no confiamos en políticos, banqueros, familiares, prensa, maestras, religiosas, etc. Sobre todo cuando no se ve que asuman, dimitan, pidan perdón y reparen los daños. Disculparse no significa, necesariamente, que la otra persona tenga la razón; lo que sí es cierto es que se la aprecia más que al propio ego.