Ciudad de Greensboro, Carolina del Norte. 1 de febrero de 1960. Cuatro estudiantes negros se sientan en la barra de una cafetería. ¡Qué osados! Por su piel oscura, debían consumir de pie. No les sirvieron. Volvieron. Cada día. Más y más gente. Blancos también. 15 ciudades boicotearon a la cadena Woolworth y, ante las pérdidas económicas, el reglamento segregacionista se suspendió. Era un primer paso. Pero el rescoldo del odio racial aún corre el riesgo de avivarse también hoy en el mundo.
La sangre de los antepasados circula por nuestras venas. Tal vez por eso nos parecemos. Por dentro y por fuera. Reímos o “encendemos” al igual que ellos. Les debemos mucho más que una finca, una casa, unos ahorros, una colcha, un chinero o una cubertería.
“Raza” se emplea también como sinónimo de carácter o determinación. Vale. En lo demás, hay que relativizar y reír. Por ejemplo, cuando un hombre negro, tras repasar la vida de un amigo blanco concluyó: naces rosa, palideces al enfermar, enrojeces con el sol, “azulas” con el frío, te vuelves gris al morir… ¡y aún dices que yo soy el de color!
“Na miña familia sempre fomos raza crente”. Biológicamente hablando, esta afirmación no se sostiene. Pero es precioso tirar del hilo delgado de la fe hacia el pasado, y encontrarnos con los “tátata, tátara, tátara…”. Los fieles. Los de profundo amor a Jesucristo. Los que entendieron y transmitieron el misterio de Su sangre salvadora.
Los cristianos decimos que sólo existe una raza: la de los hijos de Dios. Eso nos hermana. No presumimos porque, humillados, sabemos que podemos fallar, tanto o más que cualquiera, a nuestro ideal de santidad “paterno”. Pero no estamos solos. Peregrinos, refugiados, las familias, difuntos, ancianos, enfermos, desempleados, maltratadas… su sangre es nuestra sangre. Es Su sangre derramada. Esa sí enorgullece.
Manuel Blanco