Hay enfermedades invisibles, de esas para las que los médicos no pueden extender recetas, ni las farmacias ofrecer panaceas: véase, por ejemplo, la soledad. Con la cuarentena como telón de fondo, fuimos deslumbrados por el miedo a un virus desconocido, sin caer en la cuenta de que, cerrando nuestras puertas a cal y canto, le abríamos las ventanas de par en par a esa vieja conocida, mala consejera y peor amiga, que nos rompe los esquemas y nos parasita la ilusión de vivir. Para colmo de males, alguien se sacó de la manga esa expresión infame, “distanciamiento social”, cuando lo que realmente querría (o debería) haber dicho es “distanciamiento físico”. Porque el ser humano es un ser social, convivencial, por excelencia y, arrancándole su dimensión social, lo que hay en él de humano se deshumaniza.
En medio de este marco contextual, de este viento en contra, el programa de radio “Iglesia Sirve” surgió, dentro del ámbito de la Vicaría Episcopal Territorial de Pontevedra y al amparo de la Delegación Diocesana de Medios de Comunicación Social, precisamente, para humanizar la comunicación, para desmentir el mal llamado “distanciamiento social”, para recordarnos que un gran espacio físico entre dos o más personas no tiene por qué redundar necesariamente en un verdadero aislamiento. No se le pueden poner fronteras al amor, ni muros de contención al alma; dos o más personas pueden estar muy cerca, aun estando lejos. Éste ha sido el leitmotiv, ésta la vocación de “Iglesia Sirve”: acompañar, seguir ahí, al pie del cañón, al servicio de los demás, cuando lo demás flaquea.
Con orgullo sano, hemos contemplado a la Iglesia reciclarse, abrirse paso a través de esas nuevas formas y lenguajes que tanto se le habían resistido, consolidándose una vez más como la argamasa que mantiene unidas a las piedras vivas de su templo, pese al terremoto social que amenazó con desmoronarlas. Y lo mejor de todo es que durante este proceso no hemos sido meros espectadores, sino asistentes implicados, protagonistas, colaborando, unos poniendo sus manos, otros sus oídos, éstos sus ideas, aquéllos sus palabras, todos su corazón, demostrando que la Iglesia sirve (sigue teniendo un incalculable valor), porque sirve (continúa entregándose hasta la extenuación, contra viento y marea, a la hora de poner en práctica las obras de misericordia y de extender la buena noticia del Evangelio).
No ha sido una tarea fácil. Con un teléfono móvil y un ordenador, improvisando un estudio de radio en mi propia habitación y con la ayuda imprescindible de Brenda Rivas buceando en internet y diseñando la mensajería, se ha procurado poner voz a todas las personas e iniciativas cristianas que no han cesado, que han incluso venido a florecer como rosas en medio de la nieve, que cuando el mundo se ha frenado, no han frenado como Iglesia, obligándose (por amor) a dar el ciento por uno, muy conscientes de cómo esta labor se ha vuelto indispensable para miles de familias en la Archidiócesis. Al igual que la antorcha olímpica, que sus portadores se relevan aquí y allá, el testimonio de estos cristianos activos y proactivos ha contribuido a mantener encendida la llama de la fe, la luz de Jesús, en numerosos hogares. Es cierto que bastantes santuarios han permanecido abiertos como refugios para la esperanza; pero también lo es que, a quienes no han podido salir de sus casas, la esperanza hubo que llevársela a domicilio. ¿Cómo? Tendiendo puentes, siendo cada uno de nosotros el enlace, el canal disponible.
Al frente de este programa, he comprendido por qué dos milenios después, la Iglesia vive, perdura, movilizándose cuando el planeta se inmoviliza, merced a la fortaleza y confianza que le imprime el Espíritu Santo. He redescubierto el valiosísimo papel de los laicos, desinteresado y lleno de gratitud por dejarles ser partícipes de la obra de Dios. He presenciado el despunte de las tecnologías de la información y de la comunicación como herramientas básicas y cotidianas en nuestra misión pastoral. He aprendido que, ahora, con los motores a ralentí, es la ocasión idónea para reiniciar la maquinaria, aunque no para recuperar las inercias anteriores a la pandemia, cuando nos dedicábamos a vivir de rentas, replicando fórmulas de antaño que habían funcionado –ya algo renqueantes- hasta ahora. La inercia es la cualidad de lo inerte, ¡pero nosotros estamos vivos y defendemos lo vivo, conocedores de que hay un tiempo para todo y de que, hoy por hoy, el tiempo nos pide, nos exige, un estilo renovado!
Jesús sueña con transformar el mundo desde dentro. Anhela un cambio radical que él mismo puso a andar hace casi dos mil años, que ya no puede revocarse ni debe evitarse, que requiere de nuestra propia transformación y complicidad, para ser más como Él sin renunciar a ser menos de nosotros, sin desligar nuestra faceta como cristianos de nuestra esfera personal y profesional, aceptando plenamente quiénes somos y cuál es nuestro cometido. Puede que esperásemos una voz tronante desde el cielo pero, al final, ha venido, se ha manifestado como un susurro casi imperceptible: “Detente con docilidad, haz silencio interior, encuéntrame en él, experiméntame a fondo, acompáñame con júbilo, repiensa el universo a partir de mis ojos, ayúdame a que ese reino que no es de este mundo consiga serlo –o, al menos, pueda expresarse- a través de ti”. Ahora, la pelota está en nuestro tejado. Nos toca subir a esta barca, remar juntos, elevar el ancla que nos amarra a las viejas rutinas y dejar que un viento bueno sople sobre nuestras velas.
Alfonso Fernández
Periodista