Cuando éramos niños, después de la tensión diaria por responder a las preguntas de los profesores, se detenían los quehaceres escolares al acercarse la Navidad. También en casa era todo muy distinto: los turrones y mazapanes, aunque menos sofisticados que los de hoy, traían un punto de novedad y de dulzura que a diario no se tenía. Las caras que algunas veces mostraban nuestros padres, debidas a cierta disconformidad con nuestro comportamiento, se trocaban en sonrisas de gozo y esperanza. Si el afecto de algún familiar había decrecido, el amor primero se restablecía, y vivíamos aquellas fiestas como “niños con zapatos nuevos”. Claro que sí: aunque el invierno fuera crudo y nos salieran sabañones, se esperaba a Navidad para comprarnos un par de zapatos, para estrenarlos entonces, pues “los Reyes Magos habían llegado con cierta antelación”. Además, de viva voz o con tarjetas, felicitábamos a los vecinos y amigos. Todo respiraba alegría, paz y amor.
Poco a poco hemos ido dándonos razón de todo eso: un niño, que ya venía del cielo, donde está su Padre, había nacido. Sobre sus hombros pesaba toda la creación, pero él no tenía corona, ni vestidos lujosos. Había querido nacer como el más pobre de los hombres: en un establo, acompañado de algunos animales. Estos le daban calor, y evitaban que llorara. Como ese niño sigue vivo, junto a su Padre, seguimos celebrando la Natividad, nombre que acortamos en el de Navidad. A pesar de ser un nacimiento de pobre, lo celebramos siempre, pues es la Navidad del hijo del Creador del dueño de todo lo que existe, y que lo sostiene para que no se hunda hasta convertirse en nada.
Al niño le llaman Jesús, y a su madre María. El padre, ya lo tenía antes de nacer: era el Dios del Universo. De todos modos, como al Creador lo vemos de lejos, allí estaba San José, para hacer las veces de padre.
Algún tiempo después, unos hombres paganos, que seguían el curso de las estrellas, vieron una desconocida e interpretaron que había nacido un rey. Se pusieron en camino, y, al llegar junto a Jesús, le adoraron. Después se volvieron a su tierra llenos de gozo. Eran “los Reyes Magos”.
También nosotros queremos ser cariñosos con el niño Jesús. Su nombre, que significa “Dios salva” (al ser humano), actualiza a “Emmanuel” (=Manuel), nombre que había pronunciado un profeta para decir a la gente que Dios estaba con nosotros. Sí, está con nosotros, y nos llama a vivir siempre con Él, llenos de alegría, de felicidad y de paz.
José Fernández Lago
Canónigo Lectoral de la Catedral de Santiago