La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres”.
Con estas sabias palabras, Cervantes pone en boca de tan famoso caballero su pensamiento sobre la más “divina” de las cualidades del ser humano. Palabras que, para él, nada tenían de huecas ya que, cautivo de los turcos en Argel durante cinco años, sabía de lo que hablaba cuando hablaba de libertad. O, en este caso, de falta de ella.
Cierto es que las cárceles modernas de nuestras idolatradas democracias nada tienen que ver con las que sufrió el ilustre manchego. Pero la falta de libertad sigue siendo, en esencia, la misma. Tal vez ahora no existan argollas; quizá ya nadie muera de hambre entre barrotes y es innegable que los presos de hoy están mejor cuidados, alimentados, duchados y hasta afeitados. Eso es indiscutible. Pero en lo que atañe a la falta de libertad, nuestra época es la campeona. Y la cárcel es un fiel reflejo de ello.
Y es que nuestra higiénica, moderna, televisiva, nutricional y “divertida” sociedad, a diferencia de las de antaño, no cree en Dios. ¿Y qué tiene que ver eso con la libertad?, se preguntarán con cara circunspecta. Pues… absolutamente todo. Veamos por qué.
Si se adentran por la cárcel (“penitenciaría”, es más políticamente correcto) de Teixeiro y se atreven a atisbar qué se esconde tras la mirada perdida de una gran parte de sus reclusos, una vez que descorran el liviano y efímero velo del hachís, encontrarán una infinita soledad, una infinita falta de amor, una infinita desesperación. Y poco importa que muchos de los 1100 hombres y 100 mujeres que se hacinan en ella sean gitanos o payos, españoles o rumanos, estudiados o analfabetos. Eso… apenas importa. Lo que realmente importa es constatar que, exceptuando un puñado de sacerdotes y voluntarios creyentes, casi nadie les habla de Dios. Mucho rock (del duro, claro), alguna que otra obra de teatro (post moderna, “of course”); clases de español; clases de mates; clases de cocina; clases de… Pero… “ni una miaja de Dios”, que diría el castizo.
Y si no me creen… Dense una vuelta por la capilla un domingo cualquiera.
Aunque… Ahora que lo pienso… ¡¿Por qué iban a ser ellos diferentes de nosotros?! Lo único que nos distingue son unos muros, unas alambradas, unos barrotes… Pero, respecto a la falta de libertad, somos semejantes porque… nosotros también carecemos de Dios en muchas ocasiones. Y no por culpa de Él. Y, faltándonos Él, nada tenemos.
Tampoco libertad.
Sobre todo, libertad.
La cárcel de Teixeiro (perdón, quise decir el centro penitenciario de Teixeiro) es una de la 5 prisiones con las que cuenta Galicia. Unas 1200 personas repartidas en diferentes (demasiado diferentes unos de otros) módulos. Y, de ellos, solo uno dedicado a acoger a las casi 100 mujeres que en él pagan su pena (con mucha, muchísima pena). Al menos los hombres se reparten entre más o menos peligrosos, más o menos delincuentes, más o menos obedientes, más o menos “normales”. Pero en el módulo de mujeres puedes encontrarte desde una auténtica fiera hasta un ángel que tuvo un mal día: las dos juntitas.
Respecto a los talleres y actividades varias, hay módulos que poseen casi de todo (para tratarse de una cárcel, claro) y donde puede decirse que el tiempo pasa mucho más deprisa (casi a la velocidad de sesenta segundos por minuto). Pero hay otros, como el módulo 2 (al que un servidor acude una vez por semana, como voluntario de la pastoral penitenciaria, desde hace apenas unos meses) en el que, salvo que se consuma en partidas interminables de cartas, dominó o ping-pong (“tenis de mesa”, para los más eruditos en materia deportiva) ese mismo tiempo se estira perezoso como si se arrastrase por los relojes “achiclados” de Dalí.
Yo no lo sé pero me cuentan que donde ese tiempo se paraliza del todo es en el módulo de aislamiento. Tal vez por eso algunos prefieren autolesionarse con cuchillas sacadas de vete tú a saber dónde. Con ello evitan (al menos de momento) probar los colmillos del, quizás, el más horrible y terrorífico de los muchos monstruos que habitan la cárcel: la infinita y pegajosa soledad. Una soledad que, en cualquier otro módulo suele ser la sombra del preso pero que aquí, en el módulo de aislamiento, se convierte en su propia piel.
Un pabellón (que aunque le llaman “polideportivo” apenas conoce otro deporte que no sea el fútbol-sala), un excesivamente ruidoso auditorio (ocupado permanentemente por los más rockeros), una capilla donde el Señor podría llamarse “Señor de la Soledad”, un campo de fútbol (faltaría más), una biblioteca, aulas para instruir en diferentes materias, un economato para los más pudientes, un ropero para los indigentes y, por supuesto, sus chabolos (que así se hacen llamar las celdas por sus inquilinos) terminan por componer esta mini ciudad rodeada de muros, alambradas, cerrojos y, sobre todo, olvido e indiferencia, que sirve para acoger a los más “indeseables” de nuestra sociedad.
Y para atender a esta docena de centenares de presos, un puñado de voluntarios comandados por otro de buenos y pacientes sacerdotes. Voluntarios que hacen lo que pueden. Que hacemos lo que podemos… O lo que nos dejan.
Voluntarios como Mari Fe que lleva años repartiendo cariño cristiano envuelto en papel de seda a estos “miserables”, que diría Víctor Hugo. Voluntarios como Susana, que se deja literalmente la piel para que se respeten los derechos de “sus chicos”. Voluntarios como Amparo, Paz, Dolores… Voluntarios como yo, que entre abrazos agradecidos, decibelios rompedores de tímpanos y… alguna que otra lágrima, intento enseñarles que quien tiene la última palabra es Cristo.
Aunque, bien mirado, si es de Cristo, esa Palabra… siempre será la primera.
Eugenio Rey